Aunque no hay soluciones únicas, si hay caminos y mejores, siempre adaptados a la naturaleza del ser viviente. Indagar en el propio vivir y en el sentido que se da a la propia vida termina resultando imprescindible para no acabar perdido y desconcertado
Llegará el día
en el que yo sea ceniza,
y mi alma se alegrará
porque es inmortal
y será liberada del cuerpo.
Pero mi corazón llora,
pues lo que aquí soy,
lleno de dudas y certezas,
salpicado mi tiempo
tanto de alegrías
como de tristezas,
jamás lo volveré a ser.
Nunca volveré a ser
el que ahora soy,
y nunca más hallarás
al que hoy encuentras.
Una puerta se abrirá,
mientras otra se cierre.
El olvido no existirá,
como no subsistirá el recuerdo.
No podre añorar
lo que hoy ya extraño.
Más consistirá
en una serena despedida,
a la que seguirá
un luminoso despertar…
En nuestra asfixiante necesidad de seguridad nos convertimos en seres que aman lo tangible, y nos refugiamos en lo que la ciencia y la razón pueden probar. Es tan estrecho ese margen de actuación que elegimos esforzarnos en ser más que los demás en cuestiones realmente insustanciales, para brillar como nadie antes ha brillado: ¡un camino que lleva a la autodestrucción! Pero la competitividad se ha apoderado de nuestra vida, y en lugar de mejorarla, la ha empeorado mucho más.
Porque buscar refugio en la razón, en lo tangible, en lo que nuestros sentidos pueden reconocer, en consumir y en competir, es fruto de nuestro enorme miedo a vivir, a morir, a ser ignorados, a no ser amados. Y en especial, a nuestro pánico a amar sin ser amados. Esta opción es una alternativa que ciertamente nos aleja del dolor de la decepción pero que nos acerca a la frustración de la continua renuncia. ¡Desgarradora opción…!
Esta humanidad que vive en sociedades supuestamente desarrolladas, y sin embargo tan equivocadas, comprenderá algún día que la luz está dentro de nosotros, pero que no puede ser vista con los ojos de la razón. Y comprenderá que nuestra luz solo es una luz más entre millones y millones de luces más. Una luz que apagamos al renunciar a vivir lo que realmente somos, al ser vencidos y sometidos por el miedo.
Tan apegados estamos a lo material que nuestro espíritu parece algo mágico y engañoso. Y, sin embargo, es la luz y el camino a la verdad suprema, al amor que todo lo inunda, al viento que nos guía suavemente hacia nuestro auténtico destino. Lo cierto es que esta magia nos hace volar, y en ese vuelo encontramos el amor, el único que realmente puede ser llamado así.
Somos seres de luz, como seres de sombras también somos. En nosotros viven ambas realidades, pero solo nosotros elegimos cuál de las dos nos definirá. En nuestras manos llenas de vida queda todo… ¡Seamos, pues, sobre todo luz!
De tiempo en tiempo me pregunto si algún día nos volveremos a encontrar, y si así fuera, si nos atreveríamos a mirarnos a los ojos, o si nos abrazaríamos… si volveríamos a sentir el calor de nuestros cuerpos temblando de emoción.
Perdido en mis pensamientos me pregunto si seríamos capaces de volver a vivir la locura de un sueño de amor tan bello. Uno que, alimentado por nuestra fortaleza, no tuviera final.
¿Dejaríamos que nuestros corazones se consumieran en el fuego que ya los incendió? ¿Pondríamos todo nuestro empeño en vivir lo que realmente sentimos? ¿O una vez más seriamos prácticos y no nos complicaríamos la vida? ¿Vivir un arriesgado sueño… o sobrevivir como barcos a la deriva en un mar infinito que nunca será nuestro?
Pero la pregunta que, tal vez, encuentro más difícil de contestar es la que despierta en mí cierta desazón: si nos propusiéramos recuperar aquel sueño perdido en la noche de los tiempos, ¿podríamos volver a ser aquellos seres que llenos de inocencia se entregaron sin límites ni control? ¿Podríamos volver a ser los mismos?
Yo creo que sí, que siempre sería lo mismo… porque nunca podremos dejar de ser quienes realmente somos. Y nunca podremos dejar de experimentar y vivir el amor que sentimos.
Nadie puede luchar contra su destino sin resultar gravemente herido. Nadie puede dejar de sentir un profundo dolor cuando renuncia a vivir lo que ama. No tengo dudas de que la dicha siempre ilumina la vida, y da sentido a todo, cuando nos atrevemos a vivir tal como somos.
El problema más grave nunca surge cuando nos atrevemos a vivir lo que somos y lo que sentimos. Estamos condenados a ser quienes somos en un mar de dificultades que solo puede ser afrontado con serena confianza y sinceridad. Y aunque no resulta fácil, siempre será mejor que vagar perdidos y heridos por un mundo en el que siempre seremos dos extraños… Nunca será nuestro mundo mientras no tengamos el coraje de construirlo.
Los recuerdos iluminan los rincones de mi mente…
Recuerdos borrosos, como acuarelas,
de cómo éramos.
Imágenes dispersas de las sonrisas que dejamos atrás…
Sonrisas que nos regalamos el uno al otro
por como éramos.
¿Será que era todo tan sencillo entonces,
o el tiempo ha vuelto a escribir cada línea?
Si tuviéramos la oportunidad de hacerlo todo de nuevo,
Dime… ¿Lo haríamos? ¿Podríamos?
Los recuerdos pueden ser bellos,
y sin embargo, ¿qué resulta tan doloroso de recordar?
Simplemente, elegimos olvidar.
Por lo tanto, las risas serán
lo único que nos traerá la memoria
cada vez que recordemos
cómo éramos…
Como éramos...
El amor es primavera… Y el amor, vivido desde la inocencia, el entusiasmo de la llegada de la primavera, es la alegría de vivir, es la razón misma de existir, la felicidad ilusionada y, a la vez, serena. Una felicidad que, es cierto, también puede amanecer gravemente herida por la realidad pero que lleva en su entraña el bálsamo y la luz de la sanación. Allá donde el amor se alía con la inocencia, da lugar a un luminoso existir, a una excitación difícil de explicar, a un amor inigualable, inalcanzable. Auténtico éxtasis…
El amor es un sentimiento de profundidades. La inocencia es un estado que solo puede surgir desde la más sincera autenticidad, desde lo más profundo y expuesto de nuestro ser. Amor y sensibilidad remiten a un ser que nace y se extingue en sí mismo, abarcando todas las realidades desde su misma esencia.
Hace poco más de dos meses dejaba escrito, en un poema publicado en otro blog, lo que considero que es el rastro que persigo, y esencia de vida. Una esencia inmutable, invariable, que permanece alojada en el alma toda vida, y que aflora impetuosa mientras no renunciamos a ella, mientras no nos avergonzamos de su existencia, y no la mantenemos oculta hasta olvidar que, en síntesis, en ella se resume nuestra verdadera identidad. ¡Divina inocencia!
¡Insisto! ¡Insisto! ¡Insisto! No dejo de insistir en la importancia de la sensibilidad. ¡Es la clave! Es la llave maestra para deshacer todos los nudos gordianos que asolan a la humanidad. Y es la llave maestra para la felicidad individual. Y no se trata de vivir algo que no se siente, que eso sería una falsedad. Se trata de no coartar la sensibilidad que forma parte de cada uno, sin avergonzarse, sin ocultarla, sin anularla… Lo dejo escrito o lo insinúo de muy diferentes maneras tanto en mis pequeños ensayos como en mis poemas.
Y esa sensibilidad es el tesoro más preciado que busco en cualquier ser humano. Por ejemplo, como expresaba en este poema publicado en otro blog:
“Es ahí donde busco
los etéreos rastros
de tus esencias.
Allá donde nadie mira…
Allá donde nadie más que yo
te encuentra.”
Emilio Muñoz
(De “Te busco…”, 2025)
Al contrario de los caminos que nos atraen en estos tiempos, el camino del amor y la inocencia nos reclama la lentitud, abrirnos a las infinitas sensaciones que nos convocan, desde fuera y desde dentro (todo uno), dejarnos llevar por las emociones tal y como surgen, meditar sobre lo patente y sobre aquello que se diluye en el laberinto de lo aparente… y ser. Ser esencia pura… agua cristalina recién nacida en el manantial de la vida.
Amor y sensibilidad para vivir plenamente desde uno mismo…
En nuestra agobiante necesidad de seguridad nos convertimos en seres que aman lo tangible, y nos refugiamos en lo que la ciencia y la razón pueden probar. Es tan estrecho ese margen de actuación que para sentirnos bien nos conformamos con ser mejor que los demás o brillar como nadie antes ha brillado: un camino que lleva a la autodestrucción. Pero la competitividad se ha apoderado de nuestra vida, y en lugar de mejorarla, la ha empeorado mucho más.
Porque buscar refugio en la razón, en lo tangible, en lo que nuestros sentidos pueden reconocer, es fruto de nuestro enorme miedo a vivir, a morir, a ser ignorados, a no ser amados. Y en especial, a nuestro pánico a amar sin ser amados. Es una opción que ciertamente nos aleja del riesgo de la decepción pero que nos acerca a la frustración de la continua renuncia.
Esta humanidad que parece tan equivocada comprenderá algún día que la luz está dentro de nosotros, pero que no puede ser vista con los ojos de la razón. Y comprenderá que nuestra luz solo es una luz más entre millones y millones de luces. Una luz que apagamos al renunciar a vivir lo que realmente somos y deseamos, al ser vencidos y sometidos por el miedo.
Tan apegados estamos a lo material que nuestro espíritu nos puede llegar a parecer algo mágico y engañoso. Y, sin embargo, es la realidad más auténtica y el camino más directo a la verdad suprema, al abrazo que todo lo sana, al amor que todo lo inunda, al viento que nos guía suavemente hacia nuestro destino…
Somos magia. Una magia que nos permite volar. Si tenemos el valor de iniciar ese vuelo encontramos el amor, y nos convertimos en abrazo.
Somos seres de luz, si bien en nosotros viven sombras que no nos pertenecen. Solo nosotros elegimos cuál de las dos realidades nos definirá.
La sensibilidad es a una persona lo que las velas a un velero: sin sensibilidad no percibimos las emocione y, por extensión, la vida. Cuando falta el viento de la sensibilidad, la vida se detiene, como se detiene un velero.
Necesitamos desplegar nuestra sensibilidad para sentirnos vivos, para llenarnos de luminosa vida, para degustar y compartir la hermosura de todo lo bello y bueno que tenemos la fortuna de encontrar...
Pero nuestra sensibilidad necesita el viento de la libertad y la dedicación para poder desplegarse. Si el miedo coarta nuestra libertad y entrega, nuestra sensibilidad enmudece, y dejamos de ser tal y como somos para reproducir un modelo que oculta nuestra verdadera personalidad y auténtica forma de ser.
Es cierto que el miedo nunca está totalmente ausente, y que la prudencia es una virtud que hay que cultivar con esmero e inteligencia, pero deteniéndonos en ella lo mínimo imprescindible, pues desvirtúa la razón de nuestra vida. El miedo es el peor compañero de viaje en la vida, el que bloquea nuestra emotividad, y el que ahoga nuestra vida sensible.
No hay paz sin libertad, y no hay libertad si el miedo nos domina. Si enmudece nuestra sensibilidad solo nos queda una vida en tonos grises.
Sensibilidad, inocencia, dulzura… niñez en la madurez.
La sensibilidad marca totalmente la vida de las personas que sentimos demasiado. Es algo así como vivir en una coctelera emocional, siempre agitándose.
En mi opinión, es un grave error intentar evitarlo, negándose el derecho a ser y sentir como uno realmente es y siente. Lo importante es no acomplejarse por ser y sentirse diferente. No sé es peor por tener una gran sensibilidad. Tampoco mejor. Lo mejor o peor que somos lo marca nuestro comportamiento: el bien o el mal que hacemos, empezando por el que nos hacemos a nosotros mismos.
Pero sentir demasiado intensamente tiene es problema, el de ser continuamente zarandeados por nuestra sensibilidad. Y como digo, no veo la solución en enfriar nuestra emocionalidad, pues eso supone reprimirnos, ser censores de nuestro real ser.
Yo solo encuentro una opción válida para mí, que no es sencilla (¡pero qué es sencillo en esta vida!). Entregarme… Rendirme… Dejarme llevar por ese torrente emocional que siento. Y desarrollar mi personalidad de tal manera que sea lo suficientemente fuertes como para poder moverme suficientemente bien dentro de la corriente, soportando los golpes inevitables, sabiendo que siempre habrá un mañana que puede ser mejor si busco, aprendo, actúo y vivo.
Amar demasiado es demasiado duro. Es poner la coctelera al máximo de revoluciones… Hay que ser demasiado fuerte para soportar las tensiones que se crean, y se corre el riesgo de romperse, de terminar destrozado. Por esta razón, muchos psicólogos y consejeros lo desaconsejan: su opción es que hay que evitarlo.
Mi solución no contempla la huida. Pues esto significa realmente huir de uno mismo, algo que jamás se debería aceptar. Mi propuesta, para mí, es alcanzar el ojo del huracán, y disfrutar de la paz que allí se vive, por efímera que pueda ser, sin olvidar que todo puede acabar tan rápidamente como comenzó.
Tal vez se pueda entender, por lo que digo, que acepto una experiencia efímera. No es así. Y los amantes que se aman demasiado tienen una alternativa, por difícil que sea: seguir al ojo del huracán en su recorrido, para no salir de él. Aguantar y disfrutar de la fascinante experiencia que supone un amor estratosféricamente vivido. Porque el ojo del huracán es el paraíso del ser emocional en este imperfecto mundo. Algo inigualable… de dos, con dos.
Creo, ciertamente, que nada se puede igualar a esta maravillosa y loca aventura. Loca… pero ¿qué vinimos a vivir a este mundo?